Cada año, cientos de miles de peregrinos parten a Santiago de Compostela, en el Noroeste de España, para visitar los restos del apóstol Santiago, enterrados bajo la catedral. Llamado el Camino de Santiago, es una de las peregrinaciones cristianas más grandes del mundo. Con veinte años de edad y sin lugar fijo de residencia, me entusiasma conocer el mundo desde el asiento de mi bicicleta. Cuando me enteré que la peregrinación a Santiago de Compostela se podía hacer en bicicleta, no lo dudé un instante.
Por sólo uno o dos euros diarios, he estado en iglesias, escuelas abandonadas… en definitiva, en los albergues y refugios oficiales ofrecidos por la Iglesia Católica a los peregrinos. He dormido en el suelo o he usado una delgada almohada, cara a cara o junto a los pies de otros peregrinos, exhaustos y malolientes. Cada mañana tomaba un desayuno compuesto por café con leche y pan y compraba agua y comida para la jornada.
Una vez en el camino yo intentaba llevar un ritmo firme, hablando conmigo misma para darme ánimos en los momentos de fatiga. Es muy distinto subir rampas del 15% con la bicicleta vacía a hacerlo con 15 kilos de equipaje. Cuando tenía signos de fatiga y me sentía sin ánimos para continuar intentaba pensar en el pasado, cuando estaba tan motivada para realizar la peregrinación.
Fui diagnosticada con diabetes tipo 1 cuando tenía 12 años. Fueron momentos difíciles para mi. Un día había sido una fantástica jugadora de fútbol y una de los más rápidas corredoras de la escuela y al día siguiente tenía una estricta dieta y no podía comer dulces. Todo lo que me llevara a la boca tenía que ser medido y había que calcular los carbohidratos. De repente el mundo se encogió, mi libertad desapareció y una temprana niebla madurez se deslizó sobre mi.
Cuando alguien me preguntaba sobre mi enfermedad escogía la contestación con mucho cuidado. Yo no era diabética, tenía diabetes. La distinción era importante porque no quería ser identificado con la parte de mi misma que estaba enferma. Me distancié de la enfermedad todo lo que pude. De todas formas, pasé por los momentos de chequear mis niveles sanguíneos de glucosa y por ponerme las inyecciones de insulina, pero mi cabeza intentaba pensar en otras cosas. La única manera que tenía de tratarme de ese desafío tan aplastante era pretender que no existía. Cuando pensaba en los riesgos de las complicaciones que podía padecer debido a ser diabética, lloraba y sentía pena de mi misma. Mi propio cuerpo me había traicionado y no podía perdonarle. ¿Por qué tenía que cuidar de él? Después de todo, ¿qué había hecho él por mí?
Uno de los pasajes más desafiantes de El Camino está entre Ponferrada y Cebreiro, un pueblo medieval encima de una montaña. Durante esa ascensión, asumí mi enfermedad y me olvidé de esa actitud de no enfrentarme a la diabetes. La colina dejó de ser meramente una colina y se volvió una metáfora para el desafío de vivir con un cuerpo traicionero e imperfecto. Mis piernas sufrieron pinchazos, pero no cejé en mi empeño. Bajar de mi bicicleta sería admitir que yo era débil. Lo más importante era no rendirse.
Mientras subía por esa interminable colina, me di cuenta que después de mi diagnóstico de fantasías y sueños aventureros, perdía la idea de realizar una vida larga y saludable y me faltaba la motivación para tener un buen control de mi enfermedad. Se me cayeron las lágrimas y bajaron por mis mejillas encorajinándome a mi misma para realizar un último esfuerzo demostrándome a mi misma que lo podía hacer. Finalmente, exhausta, caí de mi bicicleta y me eché en un lado de la carretera. No había alcanzado la cima, pero había utilizado hasta la última gota de energía que tenía en mi interior. Estaba orgullosa de mi misma mientras estaba sentada en el borde la carretera, sonriendo. Sino me hubieran fallado las piernas, habría cantado victoria. A pesar de todo me subí a la bicicleta y terminé los últimos kilómetros hasta la cima.
Cuando finalmente llegué a Santiago de Compostela, con otros miles de peregrinos, aparqué la bicicleta a la sombra de la gran catedral y de nuevo las lágrimas brotaron de mis ojos. Mi peregrinación me había dado ánimos a mi misma de que la enfermedad se había terminado. Fue un viaje para recuperar la fe perdida en mi, una peregrinación hacia mi propia fuerza y resistencia. Los esfuerzos de mi corazón, mi cuerpo y mi mente habían recuperado la salud de mi espíritu.
Cuando terminé el Camino de Santiago me había demostrado a mi misma que todavía podía confiar en mi cuerpo. Era más fuerte y más saludable que la mayor parte de la gente sin una enfermedad crónica. Había subido montañas y me había caído de mi bicicleta exhausta, en lugar de rendirme. La peregrinación fue un camino que me llevó a un nuevo entendimiento con mi diabetes. Habrá siempre desafíos para esta enfermedad, pero aprendí durante la peregrinación que soy más fuerte de lo que pensaba y que puedo confiar en mi misma. “Buen camino” como diría un peregrino. |
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