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Historia de la Insulina: Cómo descubrimos la insulina

Aunque ciertamente pocos lo tienen a los 29 años, era indudable que aquel hombre que penetraba en el laboratorio la mañana del 16 de mayo de 1921, el Dr. Frederick Banting, no tenía aspecto de llegar a ser uno de los inmortales de la medicina, sino más bien de agricultor: vigoroso, algo cargado de espaldas, ojos verde-azulados, nariz grande y mandíbula prominente.

Su voz, baja y vacilante, revelaba una innata timidez.

- Comencemos, señor Best - me dijo -. En realidad no disponemos de mucho tiempo.

¿Qué forma tan moderna de expresarse? Había solicitado de la Universidad de Toronto permiso para utilizar un laboratorio durante ocho semanas, que le dieran diez perros y le proporcionaran la ayuda de alguna persona con conocimientos de química y fisiología. El costo de esta modesta petición llegaría a lo sumo a 100 dólares. Con esto creía en Dr. Bantig poder vencer a una enfermedad, azote del género humano, contra la que los médicos habían luchado siempre en vano: la diabetes.

- ¿Usted lee el francés, verdad? -me preguntó-.

- Sí - repuse.-

Vamos, pues, a la biblioteca y veamos cómo extirpaba Hedón el páncreas del perro.

Ese fue el comienzo.

Los dos conocíamos el horror de la diabetes ya descrita por un médico griego hacía 2000 años como "una enfermedad en la que se consumen los tejidos y se eliminan por la orina". Por alguna causa, el organismo de las personas enfermas de diabetes deja de transformar el azúcar con energía, se torna autófago y consume sus propias reservas de grasas y proteínas. El apetito es voraz y la sed insaciable; algunos pacientes de diabetes beben varios litros de agua al día y eliminan casi la misma cantidad de orina azucarada. El único tratamiento que había entonces era el régimen dietético rigurosos y tenía por fin corregir el desequilibrio químico del organismo. Los diabéticos graves podían elegir entre comer bien hoy y morirse mañana, o limitarse a unos cientos de calorías diarias y sobrevivir por algún tiempo en tedioso decaimiento.

Banting había visto a una de sus condiscípulas de Alliston (Ontario), una joven vivaracha de 15 años, convertirse por la diabetes en una criatura que movía a compasión y a quien la muerte no tardó en llevarse. Lo mismo había presenciado yo en mi casa de West Pembroke (Maine): mi tía Ana, fornida y vigorosa, mujer de poco más de 30 años, se consumió hasta el punto de que, antes de morir, pesaba sólo unos 35 kilos.

El mundo nos había considerado como la pareja mejor apropiada para habérselas con este flagelo de la humanidad. Yo tenía 22 años y me preparaba para obtener la licenciatura en filosofía y bioquímica. La experiencia de Banting como investigador era casi nula. A instancias de su familia, Banting había comenzado a estudiar para pastor metodista, pero por ser mal orador había cambiado a medicina. Como estudiante, fue del montón.

Después de servir como cirujano en el ejército canadiense durante la primera guerra mundial, en la que ganó la Cruz Militar al valor, Banting se estableció como cirujano ortopedista en Londres (Ontario), donde esperó pacientes que nunca llegaron.

Sus ingresos de un mes se elevaron a unas diez libras esterlinas. Su prometida no previó un futuro muy halagüeño con un hombre con aquél, y rompieron el compromiso.

Poco después hallamos al Dr. Banting aventurando todos sus escasos recursos en seguir la corazonada de que podría curar a la diabetes. Dejó su muy poco numerosa cliente y vendió sus muebles de consultorio, libros, instrumentos y todo. Banting no podía exponerse a otro fracaso.

Se sabía que el páncreas, órgano de color amarillo pálido y forma de renacuajo, situado en el abdomen, intervenía de alguna manera en esta enfermedad. En 1889, Oscar Minowsky (en Alemania), había extirpado el páncreas de un perro para ver si podía vivir sin él.

Al día siguiente, observó que las moscas se apiñaban alrededor de los charcos de orina del perro. La orina era dulce, y el animal, sano al día anterior, era entonces diabético.

¿Contenía el jugo pancreático algún factor que regulara normalmente el metabolismo de los azúcares?

Para comprobar la hipótesis, los investigadores ligaron los conductos por los que este jugo se vierte en el intestino. En los perros sometidos a esta operación, el páncreas atrofiado no vertía en el intestino secreciones digestivas, pero continuaba produciendo el facto antidiabético.

Si este factor no se encontraba en el jugo pancreático, ¿dónde se hallaba entonces?

La atención se dirigió hacia los miles de pequeños "islotes" celulares diseminados por todo el páncreas y rodeados de diminutos capilares. ¿Secretarían estas células alguna sustancia X, tal vez una hormona, que regulara la combustión del azúcar? ¿Y en ese caso, la vaciarían no en el intestino, sino en el torrente circulatorio? Pensándolo así, varios investigadores habían intentado atrapar esta huidiza hormona, pero todos habían salido con las manos vacías.

Ahora nos tocaba a nosotros.

- Quizás lo que sucede es esto, señor Best –dijo Banting (solo al cabo de varios días nuestro trabajo se hizo más llano y entonces éramos Fred y Charley). - Es posible que, cuando se extirpa el páncreas de un animal y se muele para extraer la sustancia X, las enzimas digestivas que contiene el órgano se mezclen con ella y la desintegren. Tal vez haya sido esa la causa que ha impedido hasta ahora encontrar esta sustancia.

Como quiera que, después de la ligadura de los conductos pancreáticos, las células que secretan las enzimas digestivas degeneran con mayor rapidez que las células de los islotes, decidimos ligar estos islotes, decidimos ligar estos conductos y esperar.

- En siete a diez semanas degenerará el páncreas como órgano digestivo y no habrá nada que destruya la sustancia X. Tú harás el extracto y lo administraremos a un perro diabético para ver si le disminuye la concentración del azúcar en la sangre y en la orina.

Las operaciones químicas las hice en el mechinal que nos servía de laboratorio. En el piso de arriba, en el ático inundado de luz, operábamos a los perros. Como el dinero escaseaba, comíamos en el laboratorio. Salchichas y huevos, que freíamos con la ayuda de un mechero de Bunsen, eran la base de nuestra alimentación.

Uno de los problemas graves era la escasez de perros. Cuando ésta se agudizaba, Banting decía: "Charley, pon en marcha el páncreas y vámonos" (El Páncreas era el nombre que le había dado a su Ford modelo T). Recorríamos con estruendo las zonas más pobres de Toronto en busca de perros cuyos dueños los cedieran por un dólar.

En mayo habíamos ligado los conductos pancreáticos de los primeros perros, y a principios de julio esperábamos hallar marchitos los páncreas y accesible la sustancia X para ser extraída. Abrimos el abdomen de uno de los animales y el páncreas no se encontraba atrofiado, sino completamente normal. Banting y yo habíamos ligado defectuosamente los conductos pancreáticos.

El plazo de las ocho semanas estaba tocando a su fin, lo que venía a ser una excelente ocasión para aceptar nuestro fracaso. Pero Banting era el hombre testarudo.

Durante la guerra sufrió una grave herida por casco de metralla en el brazo derecho. Los médicos querían amputarle la extremidad, pero Banting se negó y se trató él mismo la herida hasta que se curó. En esta ocasión íbamos a intentar devolver la salud a nuestro malherido proyecto.

El profesor John Macleod, jefe del departamento fisiología, quien nos había facilitado los medios para nuestro trabajo, estaba de vacaciones en Europa. Llegamos a la conclusión de que no se iba a enterar aunque siguiéramos en el laboratorio.

Comenzamos de nuevo a operar perros para ligarles los conductos pancreáticos, en esta ocasión con más acierto. El 27 de julio obtuvimos el páncreas bellamente atrófico y degenerado que deseábamos. Tendría que contener la sustancia X, si es que ésta existía.

Extraído el páncreas, lo fragmentamos en un mortero enfriado que contenía solución de Ringer y congelamos la mezcla. Se dejó deshelar lentamente, se trituró y se pasó por papel de filtro. Un perro diabético esperaba a las puertas de la muerte, tan débil que no podía levantar la cabeza. Fred le inyectó en una vena cinco mililitros del filtrado. El perro parecía haber mejorado algo, pero como en estas circunstancias es fácil dejarse llevar de iluso optimismo, necesitábamos analizar la sangre. De una de las patas del perro extraje unas gotas de sangre para determinar la concentración sanguínea del azúcar. Banting no se apartaba de mí. Si la sangre contenía mucho azúcar, el reactivo del tubo de ensayo tomaría intenso color rojo oscuro; si la cantidad de azúcar era pequeña, el reactivo se colorearía de un rosa pálido. Si hacía una determinación cada hora y la coloración iba siendo cada vez más pálida. La concentración de azúcar en la sangre descendía paulatinamente. Este fue el momento de mayor emoción en la vida de Banting y en la mía.

Después todo pasó a ser una nebulosa pesadilla de trabajo. Teníamos que confirmar sin lugar a dudas la realidad de nuestras observaciones. Había que inyectar a los perros, sacarles sangre para analizarla y recoger orinas, toda a intervalos de una hora durante las 24 horas del día. Nos echábamos a dormir en los bancos del laboratorio.

Había siempre un renovado milagro que presenciar: perros de mirada vidriosa y sobre los que rondaba la muerte, a las pocas horas estaban de pie, comían y movían la cola, vueltos de pronto a la vida; un perro vivió 12 días y otro 22.

Nuestra preferida era Marjorie, el perro número 13, hembra negra y blanca con ciertos rasgos de perro de pastor, que había aprendido a saltar sobre un banco, levantar una pata para que se le extrajera la muestra de sangre y mantenerse quieta mientras recibía la inyección de la que dependía su vida. Durante 70 días vivió bien el pobre animal, pero después se agotó el extracto, la isletina, como nosotros lo denominábamos. (Mcleod nos persuadió al cabo de un tiempo a cambiar el nombre a insulina).

Necesitábamos casi toda la isletina que podíamos extraer de un páncreas degenerado para mantener un perro vivo por un día. ¿Hasta qué punto fomentaba esto las esperanzas de mantener vivos a millones de diabéticos?

Fred recordaba haber leído que, en los animales antes de nacer, el páncreas está formado principalmente por células de los islotes, puesto que el feto no necesita jugos digestivos durante la vida intrauterina. Como muchacho de campo, sabía también Banting que los toros cubrieran a las vacas antes de enviarlas al matadero, porque así pesaban más. ¿Sería rico en isletina el páncreas de los terneros no nacidos aún?

Pusimos en marcha "el páncreas" y nos dirigimos a un matadero. De vuelto en el laboratorio, comenzamos de nuevo las operaciones de molienda de los páncreas salvados y de extracción y purificación de la isletina, de la cual obtuvimos una buena calidad.

Ya podíamos mantener con vida a los perros diabéticos por el tiempo que deseáramos. Mas tarde, con el perfeccionamiento de los métodos de extracción se descubrió que del páncreas de todos los animales -ovejas, cerdos, vacas - se podía obtener insulina.

El 14 de noviembre estábamos preparados para dar a conocer al mundo los resultados de nuestros experimentos y contagiarle nuestro entusiasmo. En la sesión de publicaciones del Departamento de Fisiología, Banting y yo leímos nuestro primer trabajo, ilustrado con proyección de diapositivas de las gráficas de la concentración de azúcar en la sangre. Pero todavía no se había resuelto el problema principal. ¿Tendría eficacia la insulina en los seres humanos?

Al otro lado de la calle, en el Hospital General del Toronto, se hallaba internado un muchacho de 14 años, Leonard Thompson. En dos años de diabetes había perdido casi 30 kilos de peso y apenas tenía fuerzas para levantar la cabeza de la almohada. Por la experiencia que se tenía hasta entonces, los médicos sólo podían esperar que viviera, a lo sumo, unas cuantas semanas.

Habíamos comprobado que un "cóctel" de insulina administrado por la boca no tenía ningún efecto. En consecuencia, Banting y yo no tuvimos más remedio que subir las mangas de la camisa; yo le inyecté a él nuestro extracto y él me inyectó a mí. Al día siguiente teníamos los brazos ligeramente doloridos, pero nada más.

El 22 de enero inyectamos insulina en el pequeño y delgadísimo brazo del muchacho casi moribundo.
Comenzaban otra vez las pruebas y se repitió la historia de nuestros perros. La concentración de azúcar en la sangre descendió de manera impresionante.

Leonard principió a comer normalmente, sus mejillas hundidas se llenaron de nuevo y la vida volvió a sus consumidos músculos. Leonard iba a vivir. Fue el primero de decenas, y después de cientos, miles y millones que se han beneficiado con la insulina.

Los honores nos empezaron a llover. Por el mejor trabajo de investigación efectuado este año en la universidad, nos concedieron el premio Reeve: 50 dólares muy bien venidos. El Parlamento agradecido aprobó una pensión vitalicia de 7.500 dólares anuales para Banting. Después dio el nombre de Banting a un gran instituto de investigación y, posteriormente, el mío a otro. Del importe del premio Nobel que obtuvo Banting en 1923 me regaló la mitad.

Los dos continuamos en la universidad, y en el transcurso de los siguientes años nos dedicamos a nuestros proyectos individuales de investigación. Un ventoso día de febrero de 1941, Banting y yo paseábamos por el parque.

"Charley", dijo Banting, "trabajaremos otra vez juntos. Tu te encargas de la química y yo haré…"

No sucedería así. A los tres días, el mayor Sir Frederick Banting, dedicado al estudio de los problemas de la medicina de aviación, se encontraba a bordo de un bombardero bimotor que se dirigía a Londres. En medio de una tormenta de nieve, el avión se estrelló en un bosque, cerca del puerto de Musgrave (Terranova). Banting, con un pulmón desgarrado por las costillas fracturadas, empleó sus últimas fuerzas en vendar las heridas del piloto, se echó en la nieve sobre unas ramas de pino y le invadió el sueño del que jamás habría de despertar.

De todos los panegíricos que se han hecho de Banting, tal vez el más conmovedor fue el que se oyó cinco años después en Londres, en una de las sesiones de la Sociedad de Diabéticos: "Sin Banting, esta reunión podría haber sido únicamente una asamblea de espectros que se lamentaran de su destino".
Por el Dr. Charles Best
Redacción de J.D. Ratcliff
Condensado de "Today´s Health"
Publicado por la Asociación Médica Norteamericana
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